Hoy como pocos, pero en mi infancia me los he
comido doblados. Mi preferido era el chicle Cheiw de fresa ácida, que podía
convertirse en el chicle más caro del mundo porque, si de por sí era duro,
cuando a los dos minutos desaparecía el sabor, aquello se convertía en una
pelota insípida, imposible de mascar, que se llevaba “pa lante” todos los
empastes que hicieran falta. También me gustaban mucho los Bang Bang, que eran
muy blanditos pero muy caritos porque los vendían en paquetes. Pero para caras,
las pepitas de oro de chicle que venían en bolsitas. ¡Ay! Que recuerdos…
El chicle, como otras muchas cosas, ha
“evolucionado” y ya no es solo una golosina: es un icono cultural capaz de reinventarse
así mismo. Su presencia en nuestra cultura es más fuerte de lo que en principio
se puede pensar. ¡A ver!, ¿a quién no le han llamado la atención en clase por
comer chicle?, ¿o quién no se ha aburrido en una charla y se ha tomado un
chicle? O peor, ¿quién no ha pisado uno?
Es algo de tal referencia que incluso uno de los
nombres con los que es conocido (Goma de mascar) dio, valga la redundancia,
nombre hasta a un grupo musical.
El chicle también es la materia prima que utilizan
algunos artistas como Ben Wilson, para el que un chicle pegado en la acera no
es una marranada sino un “lienzo en blanco” para inmortalizar su arte.
O el escultor Mauricio Savini que los utiliza en
grandes cantidades para hacer escultural que, por cierto, solo les falta andar.
Ummmm, lo bueno es que si no le gusta siempre se las puede comer.
Hoy es incluso un atractivo turístico. ¡Y si no que
se lo digan a la ciudad de Seattle! Que desde 1999 tiene una calle llena de
chicles (…cualquiera se arrima a la pared...)
En Córdoba también tuvimos nuestro momento de
gloria pero, después de un par de años, desapareció. La verdad es que era
pintoresco (mensaje reivindicativo incluido) porque nadie los quitaba (incluso
iban aumentando) y estaba muy cerca de la Judería.
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