Cuántas veces hemos oído decir que las cosas de
antes salían más buenas que las de ahora. Gran verdad y pongo un ejemplo: hace
casi siete años que D. Perfecto y yo nos
casamos (como testigo está el Dueño del blog) y, desde entonces por mi casa han
pasado tres termos, siete teléfonos inalámbricos, dos radiadores de aceite,
cuatro radiadores de aire y seguro que hay algo más que se me olvida. Lo
primero que dice la gente cuando se lo cuento es que es por la instalación
eléctrica ¡y no es verdad porque está más que revisada!; y lo segundo es que no
lo usamos bien ¡y tampoco es verdad! La gran verdad es que han salido malos y
punto, prueba de ello la frase que dijo el fontanero cuando cambió el primer
termo: “Esto es que ha salido malo, de vez en cuando pasa”. ¿De vez en cuando?
¡Pues las estadísticas se repitieron en mi casa con el segundo termo!
Estas cosas no pasaban antes. Generalmente los
electrodomésticos (grandes o pequeños) duraban media vida. Eran caros, pero el
precio estaba más que justificado. No hay nada más que ver la lavadora de mi
madre, una Zanussi de 36 años que sigue lavando como el primer día y la tiene
escondida dentro de un mueble para que no desentone con el resto de la cocina.
A mí me hace mucha gracia cuando dice “cuando se rompa, me voy a comprar una”.
El color cambia con los años: primero era blanca (porque era lo que se llevaba)
y ahora de acero. La mía es digital y tengo más que asumido que no va a ser
como la de mi madre.
La culpa la tiene la dichosa obsolescencia
programada y durará como máximo lo que el fabricante quiera. ¡Porque tiene que
vender más! No conviene hacer bombillas que duren más de 100 de años, como la
que hizo a mano Shelby Electric Company y fue colocada en 1901 en el hangar de
la estación de bomberos nº 6 de Livermore (California); ejemplo muy claro de lo
contrario a la obsolescencia programada. Los electrodomésticos no se hacen para
que tengan una larga vida, se hacen para
que al final se rompan (salvo contadas excepciones). Comprar, tirar, comprar,
tirar.