Escribía en mis últimos artículos sobre la desastrosa
influencia que los calores típicos del verano podrían ejercer en el día a día
de la política y su traducción en no pocos disparates con los que la actualidad
nos venía sorprendiendo. Hoy, desde la “tranquilidad” de esta época del año voy
a dedicar algunas reflexiones a otras posibles causas aparte del calor.
Me desayunaba el martes con el resultado del conocido como Ranking de Shangai -uno de los más
reputados a nivel mundial- que dejaba la pésima noticia -no por repetida, menos
mala- de que entre las quinientas mejores universidades del mundo, la primera
española -Pompeu Fabra de Barcelona- estaba en el puesto 239 y había que
descender hasta el 313 para encontrar a la otrora afamada Universidad Complutense
de Madrid, mientras otras nueve españolas -cinco entre los puestos 382 y 495- están
también entre esas quinientas. Todo un triste “récord” en una lista que, como
de costumbre, sigue encabezada en sus primeros cinco puestos por cuatro universidades
americanas -con Harvard y Stanford en
los dos primeros lugares- y la británica Cambridge en el tercero.
Claro que no debe sorprendernos si consideramos que el
sistema educativo español, desde los primeros 80, optó por la “cantidad” de titulados en lugar de por
la “calidad y la excelencia”. Lo que
hace muchos años -1990- definí como “incontinencia
universitaria”, llevó a nuestros políticos a la “siembra” -sin abono
suficiente (buenos docentes)- de universidades en todas las capitales y
ciudades de mediana importancia que, como no podía ser de otra forma en esa
línea de “mientras más grande sea la base -que no más firme-más importante seré
yo” (reyezuelo mediocre), pronto quisieron tener todas o casi todas las
especialidades en su oferta. Resultado, “fábricas
de titulados”, en su mayoría frustrados
en sus expectativas al no encontrar hueco para su “no especialidad” en el
mercado. A su vez, parte de esos titulados mediocres “alimentan” al propio
sistema y la espiral no podía llevar a otro sitio que a ese nivel -decreciente-
de nuestra enseñanza “superior”. Los malos educadores, decía Ortega, imponen
sus gustos a la sociedad rebajando el nivel a límites lamentables.
Y es que, en mi opinión, en la transferencia de la Educación -día a día convertida en
adoctrinamiento sectario- y en la consiguiente laxitud educacional, está la
principal clave de los males que asuelan a España -aunque no sea un mal
exclusivo nuestro-, en ese delirio igualitario convertido por la izquierda en
igualitarismo y no remediado por la supuesta derecha, cada vez más
socialdemócrata en sus actos. Por eso, el poder, lo primero que quiere es la
educación, para ir “formando” el futuro.
Otra de las causas que a mi juicio subyace en el
“desnortamiento” generalizado de buena parte de esa juventud frustrada -entre
otras cosas- por el sistema universitario y desmotivada por una educación
permisiva -muy exigente con los derechos pero “olvidada” de que todo derecho
entraña una obligación y una responsabilidad-, fue la suspensión del
Servicio Militar -curiosamente por un Gobierno del PP- que, si bien
estaba necesitado de una reforma, quizás un acortamiento y, desde luego, un
enfoque más práctico y actual con los tiempos que venían, jamás debió ser
suspendido puesto que era un buen complemento para la comprensión de ciertos
principios, orden, obediencia, disciplina -saber callar, tan importante algunas
veces en la vida-, valoración de lo de casa, etc. y de un mínimo de sentimiento patriótico, que tampoco
venía mal y, en muchos casos, representaba la única oportunidad que buena parte
de nuestra juventud tenía de ver otra realidad distinta de la de su entorno
geográfico y familiar y de adquirir una mínima formación profesional y humana.
Con todos los matices que se quieran, pero así era el denostado Servicio
Militar, obligatorio hasta 2001.
De esa mediocridad creciente, derivada de las dos causas expuestas,
no iba a librarse, como es lógico, la clase política que, como me dijera un día
don Manuel Pizarro, no era otra cosa
que “el
fiel reflejo de la sociedad” y, fruto de ello, aparecen personajes, en
el primer plano de la política, sin fuste formativo alguno ni experiencia
acreditada en nada, que llegan al Poder
Legislativo -nada menos- con su mochila vacía, cuando no -en muchos casos- cargada
de odio y resentimiento a espuertas y un ánimo de venganza por algo que en su
mayoría desconocen y que les ha sido inducido de manera torticera. Ahí tenemos
al deplorable Rodríguez -prototipo
de la indigencia intelectual en política- cuyas barbaridades sería interminable
tan sólo citar y cuya sesgada ley de Memoria histórica fue tal vez
lo más grave que dejó. Su aplicación unilateral -y derivadas como la doble vara
de medir, etc. - no ha tenido otro efecto que despertar “las dos Españas de Machado -a quien, por cierto, uno de los suyos
quiere eliminar del callejero (que no ‘nomenclátor’) de Sabadell por
“franquista”- dormidas” desde la
transición gracias a la generosidad de una de las partes y al esfuerzo de ambas,
que sí sabían de qué iba la cosa -no contaban con los infiltrados
nacionalistas, con objetivos a largo plazo distintos-.
Las tres causas analizadas -simplificando mucho, claro- dieron
lugar, a mi juicio, a una cuarta, Pablo
Iglesias, personaje que nunca debió aparecer en nuestra política, hijo
y nieto de tristes antecesores, surgido inicialmente de un movimiento al más
puro estilo bolivariano como fue el 15M (2011/ZP), que aparece por el
descontento con la casta que estaba llevando España a la ruina -¿nos acordamos
de los comienzos de Chávez en Venezuela?- y que toma fuerza por la degeneración
del PSOE tras los gobiernos de Rodríguez y la nefasta gestión de sus sucesores,
Rubalcaba y, sobre todo por el giro
a la izquierda de su clon Pedro Sánchez.
Claro que esta cuarta causa se pudo evitar si la sensata reacción del pueblo
español ese mismo año, que dio una holgada mayoría absoluta al PP, se hubiera
visto correspondida, pero ese es otro asunto que ya he tratado no pocas veces.
El resultado de estas “causas” no podía ser otro que el de
los disparates ya glosados en otros artículos y los dislates de los últimos
días: La huelga encubierta -y ya, descubierta- de controladores de accesos en el
aeropuerto de El Prat, resuelta en primera instancia, aunque tarde, por una
acertada decisión del Ministerio de Fomento, de recuperar para esa tarea a la
Guardia Civil, que nunca debió ser apartada de ese cometido. Nunca los
servicios y organismos públicos deben ser controlados o vigilados por empresas
de seguridad privada. Conozco bien al Grupo Eulen, en el que fui Director
General de una de sus empresas, pero no procede aquí mayor detalle. Y no faltó
el exabrupto del desmemoriado Secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos, que califica de “una forma de esquirolaje” (sic) -¿sabrá
de dónde viene esquirol este “maestro” sin estrenar?- el uso de la guardia
Civil para resolver el conflicto del personal de Eulen y se queda tan tranquilo
o el no menor del “podemizado” portavoz de la ejecutiva, Óscar Puente, que dice que “la crisis de Venezuela está
sobredimensionada en España”. Y no digamos nada sobre la salida de pata
de banco del pobre candidato socialista madrileño, José Manuel Franco -menudo trauma llevar ese apellido para un
socialista-, diciendo que “si España fuera plurinacional, Madrid sería
una nación”.
Y mientras, desde fuera -The
Wall Street Journal- nos tienen que decir lo que muchos no quieren ver
desde dentro: “España es el ejemplo de
la recuperación europea”, pese a todo.
Del paralelismo entre la degradación de España, y del españolismo, y el antimadridismo imperante, puesto de manifiesto -una vez más- el pasado domingo en el Campo Nuevo de Barcelona -otro dislate-, hablaré en otro momento. Cuando se lea esto ya habrá sido el partido de vuelta al que, Dios mediante, habré asistido en el Bernabéu. Mi pronóstico lo omito, aunque es previsible.
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