Hace unos días se ha celebrado la festividad de San
Ignacio de Loyola; quiero enarbolar el concepto de amar y servir, como pauta de
conducta u objetivo en la vida. Humildemente no pretendo aportar nada nuevo, de
su obra o su legado.
Me gustaría destacar, pues nunca me apartaré de la
moral ignaciana como valor humanístico, una reseña sobre mi apreciación de la
vigencia universal y el paralelismo entre el clero y la milicia. Disciplina y
fe para mí son valores tangentes.
Lo católico ha sido siempre el equilibrio entre la fe
y las obras. La sola fe no basta; y eso tiene que aplicarse al arte igual que a
la vida. No vale compartir el credo: se requiere una creación compartible y
válida. Jorge Luis Borges, tan beligerantemente agnóstico, se admiraba ante el
inmenso talento literario de Jesucristo y sus espléndidas metáforas. Ignacio de
Loyola tuvo el acierto o la virtud de poner a Jesús como centro de su vida y de
su obra.
En la Orden Jesuita, como entidad dinámica, se produce
una síntesis de las dos maneras de vivir la experiencia espiritual, en
comparación con otras órdenes o movimientos espirituales.
Que se manifiesta a través de la comunicación escrita
que, por insistencia de Ignacio, mantienen los integrantes de la Compañía,
principalmente comentando su trabajo en los territorios en los que se
encuentran. Esta correspondencia entre los integrantes de la Orden y sus
superiores se mantiene durante el tiempo, y es de particular importancia, por
ejemplo, al momento de comenzar su proyecto educativo, el celo y la
pasión para cumplir como misioneros, los cuales se observan con propiedad como
una misión alcanzable, no una utopía que hizo fracasar otros misticismos.
Y por último la disciplina a la que me refería al principio, quiero matizar con una frase del Santo: “Para estar bien seguros, debemos sostener lo siguiente: lo que ante mis ojos aparece como blanco, debo considerarlo negro, si la jerarquía de la Iglesia lo considera así”.
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