Contamos hoy con una nueva colaboración de Antonio de la Torre, en la que habla de la función pública en España y la evolución de la misma. Un artículo interesante que dará que hablar...
Repasando entre mis muchos documentos que, a modo de artículos, comentarios o simples reflexiones, vengo almacenando desde hace años en mi archivo personal, he encontrado éste, que escribí en Octubre de 2012 y que, con algunos apuntes y matices añadidos, retomo para compartirlo con mis amables lectores en espera de que pueda resultarles de interés.
Repasando entre mis muchos documentos que, a modo de artículos, comentarios o simples reflexiones, vengo almacenando desde hace años en mi archivo personal, he encontrado éste, que escribí en Octubre de 2012 y que, con algunos apuntes y matices añadidos, retomo para compartirlo con mis amables lectores en espera de que pueda resultarles de interés.
Decía entonces, en
relación con esta, antaño, noble profesión –ojo, que no digo que ahora no lo
sea, pero sí que, en mi opinión, se ha desvirtuado bastante por las razones que
iré exponiendo en mi reflexión-, que no tengo nada en contra del funcionariado,
entre otras cosas, porque mi padre (q.e.p.d.) lo fue, y mis fundamentos morales
y personales los recibí de él, y que constituyó un ejemplo en todos los
sentidos.
Digo también ahora que
recuerdo unas décadas –años 50 a 80 o poco más- en las que los cuerpos de los
altos grupos de la Administración del Estado –A y B, especialmente- gozaban en
general de un gran prestigio de preparación, tras superar unas duras
oposiciones que requerían un sobreesfuerzo de estudio, después de terminar en
la Universidad o Escuela de grado superior o medio y que sólo unos pocos –tal
vez los mejores estudiantes en alguna época- estaban dispuestos a realizar.
Dicho lo anterior, vamos
ahora con lo que me preocupa y que creo que es también urgente reformar. La
función pública, como tantas cosas en España, necesita una reforma, ya que su
deriva durante los últimos treinta años, al menos, ha devaluado notablemente su
nivel y prestigio hasta límites que la hacen, en una proporción importante,
casi insostenible, consecuencia también, en su mayor parte, del desafortunado
régimen de las autonomías imperante.
Baste, para dar una idea
de esa, a mi juicio, deriva en la calidad –generalmente en proporción inversa a
la cantidad-, una referencia al
desmesurado incremento de empleo público experimentado. Los menos de
setecientos mil empleados públicos del año 1976 -funcionarios en su mayoría, si
no todos, ya que no había aparecido la figura del “asesor” para todo-, han
pasado hoy al nada despreciable monto de tres millones, es decir más de un 400
% de incremento, que todavía se hace más espectacular si consideramos que el de
la población española fue del orden del 20%. Y, aunque algunas cosas puedan
decirse que han mejorado relativamente, no creo que nadie pueda mantener que en
esa proporción, cuando no han empeorado en muchos casos.
Creo que es hora de que
alguien se replantee este sistema cerrado de la función pública, en las últimas
décadas descontrolado, desde que cada reyezuelo autonómico vio en la creación
de puestos de funcionario, muchos de ellos digitales y otros con
"oposiciones" restringidas para los previamente contratados a dedo
como asesores por ellos, un caladero de votos fieles por aquello de que se
establecía el estatus clientelar de “estómago agradecido”.
Allá por 2010, redacté un
programa político “ideal” que publiqué en Facebook y pasé –en mano- a varios
políticos (Mariano Rajoy, Mª Dolores de Cospedal y Esperanza Aguirre, entre
otros) sin que, por supuesto, haya tenido respuesta alguna, no ya formal, sino
por haber visto que algo se hiciera, e incluía entre sus puntos uno que iba
encaminado a la revisión del sistema de acceso y permanencia en la Función
Pública, que decía así:
“Modificación de la Ley
de la Función Pública. Congelación de ofertas de empleo público salvo aquellas
excepcionales que sirvan para reponer bajas imprescindibles en puestos
cualificados, por jubilación o muerte, amortizando todas las bajas que se vayan
produciendo en el resto del funcionariado. Coordinación de la Función Pública a
nivel nacional con la autonómica”.
A ello habría que añadir
también un sistema de reevaluación periódica de los funcionarios para la
actualización de conocimientos y el análisis de productividad, con revisión del
carácter vitalicio vigente para aquellos casos en los que el resultado de esa
evaluación así lo justificase. Es decir, revalidar la condición de funcionario
cada equis años –cinco o diez, en función del puesto y/o función, por ejemplo-.
Paralelamente a esto, propondría que los salarios se revisasen en el sentido de
equipararlos a los existentes en el sector privado de cualificación y
responsabilidad equivalente, con un plus, en su caso, por el tiempo invertido
en la preparación de la oposición correspondiente, en función del grado de
dificultad de la misma, reforzando al mismo tiempo los controles de acceso a
los cuerpos de mayor nivel. Que no valga el dicho “nos engañarán en el sueldo,
pero no en el trabajo”, utilizado como justificación, que hemos oído todos no
pocas veces.
Estas medidas, desde mi
punto de vista, supondrían una llamada a los mejores para aspirar a la Función
Pública, lo que redundaría en un funcionariado más cualificado y mejor
preparado, como en otra época lo era, sin el freno que el aspecto económico
pudiera suponer en algunos casos ni el acicate de que la permanencia vitalicia
motivara el adocenamiento y la falta de rendimiento.
Es decir, que la de
funcionario volviese a ser una profesión valorada, exigente y, por tanto, bien
remunerada –que tal vez no lo haya sido nunca en muchos casos-, que no
permitiera “dormirse en los laureles”, como pasa actualmente por su carácter
vitalicio ni convertirse en “objetivo” laboral, en sí mismo, como un seguro de
vida, con la simple “exigencia” de una oposición, en muchos casos edulcorada y
en no pocos, sustituida por el correspondiente carnet del partido gobernante y
un periodo de contratado laboral, siempre por la vía del amiguismo correligionario,
que se transforma en un puesto vitalicio de funcionario al cabo de no mucho
tiempo.
Sé que esta propuesta
puede tacharse de utópica, en el mejor de los casos, si no de “fascista”,
calificativo que ahora está de moda aplicar a toda idea que suponga esfuerzo y
mérito, pero estoy convencido de que trabajar en esta línea de modificación del
funcionariado redundaría en una mejora sensible del sistema y, sin duda alguna,
en la calidad del mismo y la rebaja del coste para el Estado.
Y una cosa más, ¿por qué
esa pléyade de asesores de nuestros políticos –incluso una buena parte de los
segundos y terceros niveles de la política- que muchas veces no son más que
puestos de favor, no se cubren con funcionarios bien preparados de los
distintos cuerpos de la Administración?
Con mi respeto y
consideración a los buenos funcionarios, muchos, que todavía queden y puedan
haber. Que la función pública sea una verdadera VOCACIÓN DE SERVICIO y no una
salida fácil o comprada.
La Función Pública, cortijo de muchos e infierno de muchos que como yo tenemos que aguantar la introducción en el mismo saco que los enchufados, malencarados y avinagrados. No creo que una medida de equiparación "así de buenas a primeras" salarial con la privada, mejore la situación por el mero hecho de que veríamos mermada -otra vez tras el pasado varapalo zapateril del 5%- nuestro poder adquisitivo retrotrayendo el consumo en uno de los colectivos que más aportan al PIB.
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