Contamos en Desde el Caballo de las Tendillas con una nueva
colaboración de nuestro amigo José Quijada, que nos habla de la leyenda negra
que se creó contra España, una historia de falsedades, envidia y odio. Un gran
texto como todos con los que nos deleita el autor…
“No he seguido el ejemplo de mi padre el César, que jalonó
con su pluma los momentos más importantes de su vida; y que por eso habré de
contentarme con que, al no haber permitido tampoco las crónicas de Corte, sean
mis enemigos –Pérez, Orange- quienes desde su traición expliquen al mundo mi
historia.” Confesiones de Felipe II doce días antes de morir. La Leyenda Negra
empezó a difundirse en el siglo XVI a raíz de la Reforma, que convirtió en
guerras religiosas discordias que antes eran sólo políticas, y que representa
el triunfo del materialismo frente a la idea espiritual y moral del catolicismo
que abandera España. Pero los personajes
que inventan la infamante y monstruosa Leyenda Negra son tres españoles que dan
inicio a la campaña contra España, que brota en un plazo reducido, inferior a
medio siglo, entre 1550 y 1600: Fray Bartolomé de las Casas, Guillermo de
Orange y Antonio Pérez. “Un obispo repleto de amargura, un heterodoxo
aventurero y un funcionario desleal, españoles los tres, ponían en marcha el
inmenso proceso histórico de la acusación contra España” (Julián Juderías).
Holanda, Gran Bretaña, Alemania y Francia, los creadores de opinión en Europa, en lucha abierta contra nuestra monarquía por diversas razones (políticas, geográficas y religiosas), recogen las calumnias iniciales lanzadas por nuestros compatriotas, aumentándolas con su odio, envidia y malicia. Colonización de América, Inquisición y Felipe II fueron la diana de su inquina, paranoias y mentiras. A sus vociferaciones contestó España con el silencio, con desdén hacia nuestra historia y el prejuicio con que hemos visto siempre determinados periodos de ella, teniendo los españoles la culpa principalísima de la formación de la ominosa leyenda negra que se tejió en torno a aquellos días de nuestra grandeza, aceptando las infamias extranjeras. Quevedo y su “España defendida”, Menéndez Pelayo y Forner fueron de los pocos que defendieron la verdad ante la catarata de iniquidades que nos arrojaban. “En España resultaba más provechoso hablar mal de la patria que defenderla”, decía Forner.
Pero la intolerancia religiosa fue mucho mayor en la Europa
de los siglos XVI, XVII y XVIII que en España, donde no hubo guerras
religiosas. Lutero y Calvino desencadenaron la manía de las discusiones
teológicas y el horror de las guerras de religión, convirtiendo a Europa en
campo de batalla, iluminada por los incendios y por las piras vengadoras.
Mientras en España trabaja la Inquisición, en el extranjero hay cien
Inquisiciones. La Iglesia anglicana masacró a decenas de miles de católicos y
protestantes. Sólo la insurrección de Irlanda a fines del XVIII dejó más de
70.000 muertos; por no hablar de Cromwell y sus tres mil irlandeses católicos
pasados a cuchillo por sus soldados en el asalto de Drogheda, vanagloriándose
de no dejar un fraile con vida.
Mientras a Felipe II se le ha satanizado como “el demonio del
Mediodía”, se tiene en buena estima a Enrique VIII, verdugo de sus mujeres; A
Isabel, que mandó ejecutar a María Estuardo y creó en Inglaterra otra
Inquisición, que se llamaba la Comisión, que perseguía ferozmente a los
católicos; A Enrique IV, que abandonó sus creencias para ser rey de Francia; A Enrique III, que mandó asesinar
a Guisa; a Francisco I, que perseguía unas veces a los protestantes y otras se
aliaba con Solimán para combatir a los cristianos; O los príncipes alemanes de
los siglos XI y XVII, tiranuelos y sanguinarios de sus súbditos.
En cuanto a la colonización de América, España desarrolló la
industria americana y enseñó a los indios multitud de oficios. En lo cultural,
se les dio una educación moral e intelectual a los naturales del Nuevo Mundo,
con universidades y escuelas en muchas ciudades, preservando sus lenguas. En lo
político, las Leyes de Indias reprimieron los abusos y dictaron el principio de
civilización. El elemento religioso estaba representado por las órdenes
monásticas, que rivalizaban en celo por la enseñanza. “Los americanos españoles
no se conducen con los indios como los yanquis, los holandeses y los ingleses.
El indio en las posesiones españolas nunca fue legalmente esclavo…y
consideraron como legítimos a los hijos mestizos”, decía el escritor inglés
míster Bryce. En las colonias españolas subsistió la raza indígena y nos
mezclamos con ellos como iguales, creando una nueva raza. Por el contrario, frente
a la idea espiritual, evangelizadora y civilizadora de España, ”La colonización
europea, la que han realizado en Asia, en América y en África los pueblos que
se llaman cultos, está formada por una larga e interminable serie de abusos, de
crímenes, de matanzas, de desolaciones, de horrores de todo género, dominados
por una idea fundamental, idea materialista” (Julián Juderías en “La leyenda
negra”).
La leyenda negra se mantiene por factores políticos, psicológicos
y culturales; por una admiración irreflexiva de lo extranjero y desprecio de lo
propio; por aceptar el vilipendio extranjero y poco instruirse en la realidad
de la Historia. La leyenda antiespañola en nuestros días se basa en la omisión
de lo que puede favorecernos y en la exageración de cuanto puede perjudicarnos.
La clave está en comparar las demás naciones que nos injurian y entonces surge
admirable y admirada la figura grandiosa de España: “La nación que cerró el
camino a los árabes; que salvó a la Cristiandad en Lepanto; que descubrió un
Nuevo Mundo y llevó a él nuestra civilización; que formó y organizó la bella
infantería, que sólo pudimos vencer imitando sus Ordenanzas; que creó en el
arte una pintura del realismo más poderoso; en teología, un misticismo que
elevó las almas a prodigiosa altura; en las letras, una novela social, el
Quijote, cuyo alcance filosófico iguala, si no supera, al encanto de la
invención y del estilo; la nación que supo dar al sentimiento del honor su
expresión más refinada y soberbia, merece, a no dudarlo, que se le tenga en
cierta estima y que se intente estudiarla seriamente, sin necio entusiasmo y
sin injustas prevenciones”, bellas palabras de un extranjero sobre España que
todos debemos decir con él.
Cuando el rey Fernando III de Castilla reconquistó Sevilla en 1248 recibió apoyo internacional para su cruzada y en sus tropas se encontró con un caballero francés de la estirpe del Conde de los Limonges, cuyo nombre era don Bartolomé de Casaux. Tras la reconquista de la ciudad se estableció en ella y cambió su apellido Casaux por Las Casas.2 Según uno de sus biógrafos, esta familia era de origen judeoconverso,3
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